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Bienvenidos aquellos que saben valorar una sonrisa. Bienvenido los que saben sobrellevar con humor los problemas. Los que saludan por la calle. Los que saben disfrutar de un rato de charla.
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Bienvenido al fín, todo aquel que sepa aprovechar el don de la vida.

domingo, 24 de julio de 2011

la tortilla


A veces escuchas historias tan divertidas, tan originales e increíbles que te produce un cierto respeto trasladarlas a papel y que no conserven la frescura y la gracia con la cual la oíste. Una de ellas, o por lo menos para mí me lo parece, es esta que os voy a relatar a continuación.


Continuaré con las protagonistas del anterior relato. Dos chicas, de aproximadamente unos 20 años, sin un trozo de pan que llevarse a la boca, porque son estudiantes con reducidos medios y con muchas ganas de disfrutar. Sería sobre un mes de febrero, alrededor del año 90.

Antes debo aclarar, que la mayoría de las personas que ven retransmitida por la televisión el concurso de coplas del carnaval de Cádiz, se creen que las calles de la capital gaditana en esos días se encuentran repleta de colorido y de gentes disfrazadas con unas enormes ganas de divertirse, realmente en esos momentos no hay absolutamente nadie en calle, porque casi todos los gaditanos están viendo el concurso muy a gusto en sentados en el sofalito de su casa, y porque aún no ha comenzado el carnaval.

Pues bien, mis ingenuas amigas pensaron que Cádiz rebosaba alegría en sus plazas y calles, y aunque no tenían dinero nada más que para el billete de ida entre Sevilla y la Tacita de plata, pensaron que al ser los gaditanos por naturaleza generosos, habitando entre ellos, no les faltaría de nada. Y en esta aventura se embarcaron, sin apenas ropa, a pesar de ser febrero, y sin aún menos dinero.

Cuál sería su desilusión al llegar a Cádiz, y no encontrar a casi nadie por las calles. Tras confirmarle la mala noticia de que aún no había comenzado la fiesta el único picha que paseaba por sus avenidas, no tuvieron otra ocurrencia que recorrer sus rincones por si quedaban algún grupo aventurado a celebrar los carnavales antes de tiempo. Ni rastro de ello, solo soledad y levante, mucho viento de levante por sus calles.

Poco a poco se le acercaba la noche y el hambre y el frío se iban posando sobre ellas. De pronto sus ojos se quedaron fijados a algo circular, redondo, doradito y que emitía a un olor como a gloría bendita. Era una inolvidable tortilla de patata que a punto estaban de hincarse dos fieros guardas jurados de una discoteca. Tras casi quedar solo servible el sentido del olor, aún en su desolada hambre pudieron oír como los dos robustos muchachos entablaban una conversación, con tan buena suerte que uno de ellos poseía un inconfundible acento de un pueblo onubense cercano a donde nuestras protagonista habían nacido.

Oído y hecho. ¡Paisano!. Gritaron paisanos. Efectivamente la solidaridad provincial dio esta vez sus frutos, y aquella noche compartieron una estupenda tortilla de patata con dos solidarios seguratas, que incluso las dejaron dormir en la discotecas que ellos custodiaban, eso sí, a condición que el último cliente abandonara esta. Hasta entonces, y mientras el sueño las liquidaba, solo pudieron ingerir, los culillos de los vasos de cubata que dejaban los cliente. Esa noche comer lo que se dice comer lo hicieron poco, pero no se puede negar que se acostaron a gusto, eso sí, sobre las 7 de la mañana

Continuará la historia

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