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lunes, 9 de agosto de 2010

La botellita . Terroríficas vacaciones en el lejano oeste - 1ª parte


Cuando se acerca el verano, normalmente nos planteamos hacer un viajecito para esta época. A veces parece una necesidad, pero últimamente casi nos lo tomamos como una obligación. Da la impresión que si al reincorporarnos al trabajo en septiembre y a lo largo del verano no hemos ido a un lugar exótico y distante no somos nadie a los ojos de los demás.
Pero desgraciadamente este viajecito casi impuesto, orgullo estival, se puede convertir en una auténtica pesadilla, no solo porque te gastas tanto dinero que el resto del año continuamente te acuerdas de él, no tanto por lo que disfrutaste sino porque aún continuas pagándolo con las cómodas cuota de la Visa. A veces ni te ha gustado el lugar a donde has ido, y además ni siquiera la relación con los compañeros de viaje ha sido tan estupenda. Pero eso nunca lo reconoceremos de cara al exterior. En fin, que si lo piensas seriamente, a veces, lo mejor es no moverte de casa.
Hace años estaba yo en esas cábalas sobre el mes de mayo cuando apareció en mis manos en forma de folleto un estupendo ofertón.
Diez días en Almería, diez. Con todos los gastos pagados y por solo 50 euros. ¡No me digan que no era una oferta tentadora ¡ En pleno cabo de Gata, en un paisaje idílico y encima a mesa y cuchillo. Ah pero había un pero. No era una oferta para el público en general, sino solo para aquellos que somos discapacitados. La generosa Junta de Andalucía, nos ofrecía a todos aquellos que estábamos mancos, cojos, sordos, ciegos o con decenas de carencias más, juntos a los medios tarados, estas suculentas vacaciones. He de aclarar para no llevar a confusión, que yo entraba en el grupo de los medios mancos, gracias también como habréis leído en anteriores capítulos, a la seguridad social también de la generosa Junta de Andalucía.
En fin, que parecía que por fin iba tener recompensa lo de haberme tenido que operar tres veces de un brazo y pasarme cinco años de rehabilitación en un hospital.
Para colmo la oferta incluía poder llevar a un acompañante a tan idílico lugar y con el mismo reducido precio. O sea que por cien euritos te ibas de playa, te ponían cebón de comer y encima te podía acompañar tu mejor amigo, tu esposa o si lo deseabas hasta el kiosquero de la esquina. Vamos que en eso no se andaban con discriminaciones. Como verán todo facilidades.
Yo decidí proponérselo a un antiguo amigo, el hombre tenía pocos planes para ese verano, y como era más bien tímido y poco dado a tener iniciativas. Más que nada porque le cuesta mucho moverse, no por carencias físicas sino por comodón, y en este viaje se lo daban todo hecho, y acepto la propuesta.
Cuando llegó la fecha de viajar, lo recogí con mi automóvil en su ciudad y ambos marchamos alegremente a la prometida tierra del espagueti western español. He de reconocer que nos costó trabajo llegar a aquel lugar. Nosotros esperábamos encontrarnos un idílico hotelito de playa, pero cual sería nuestra sorpresa al descubrir que el lugar donde nos alojaríamos era un masacrado instituto de educación de la zona. Las habitaciones eran las aulas de los alumnos, repletas de incómodas literas y carentes de cualquier intimidad. Los servicios, distantes y escasos, eran los de los alumnos del centro y para guardar la ropa ni un minúsculo armario. ¡Vaya que desilusión! Cómoda se veía que no iba a ser la estancia pero aún la ilusión de pasar unos días en esa bonita tierra nos superaba. Así que hicimos de tripas corazón y para adelante.
Cuando llegamos en el centro había un gran barullo, todos los habitante se marchaban de inmediato a la playa. Nos instalaron rápidamente en las armoniosas estancias, y nos invitaron urgentemente que los siguiéramos , tras hacernos las preguntas de rigor. Que de donde éramos, que si conocíamos el lugar, etc. Además nos prometieron con una fe a prueba de bomba que nuestra estancia allí sería inolvidable. En eso tengo que reconocer que llevaban razón.
Pues serían sobre las diez de la noche cuando un numeroso grupo formado por gentes de diferentes edades, incompletas físicamente o carentes de un razonamiento coherente, nos encontrábamos en el centro de una hermosa playa almeriense formando corro alrededor de una gran botella de plástico vacía. Yo no sabía si eso era un rito de bienvenida o una extraña oración a las estrella. En fin, según una de las monitoras toda esta parafernalia se basaba en creer un juego de presentación en el que todos los componentes del grupo llegáramos a conocernos y descubrir el nombre de tus compañeros de estancia.
Pues bien, el juego consistía en que uno del componentes del grupos se colocara en el centro del círculo, mientras sostenía la botella en una de sus manos. Este daba a conocer su nombre y su lugar de procedencia en voz alta, mientras todos los que los rodeábamos y con un entusiasmo desmedido le tocábamos fuertes palmas mientras gritábamos con acompasadas voz. ¡La botellita, la botellita, la botellita! Tras tres veces emitido este original grito, el personaje situado en el centro del círculo entregaba la botellita a otro que formara el círculo para que hiciera lo mismo de nuevo. Así decenas de veces hasta que fueran saliendo todos los miembros del grupo.
Yo viendo el panorama poco a poco intenté aislarme del lugar, porque sabía que más pronto que tarde me tocaría a mí, pero mi amigo, un ser bastante tímido como dije antes, y deslumbrado por el extraño y ridículo rito, se quedo casi hipnotizado sin tener la suficiente picardía como para aislarse antes de que le tocara.
Efectivamente, a los pocos minutos, a mi amigo le ofrecieron la temida botellita. Desde entonces no he visto a un hombre con el rostro más enrojecido de vergüenza que él. El pobre llevado por el entusiasmo de los compañeros no tuvo más remedio que colocarse en el centro del círculo. Exclamar su nombre y pronunciar su lugar de procedencia con una tenue voz que más que un grito era una expiración. Para colmo al decir que procedía de Sevilla, el fervoroso público ya exaltado, ya idiotizado, no se le ocurrió mejor idea de que mi amigo bailara unas sevillanas. ¿Unas sevillanas mi amigo? Je, je. Un ser de incapaz de dar dos pasos con ritmo y muertecito de vergüenza. ¡No sabía el respetable público el milagro que pedían ¡
En fin, el pobre salió de aquel embrollo como pudo. Su mirada medio alucinada, medio perdida me buscaba como un loco descompuesto. Al descubrirme cerca del grupo y escondido tras una farola, intentando aguantar la risa como podía. Solo se ocurrió decirme. ¿Dónde te habías metido so cabrón? Yo creo que desde entonces cada vez que ve una botellita le entran unas enormes ganas de pegarle una enorme patada y mandarla lo más lejos posible.
Continuará, que esto solo acaba de comenzar

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