bienvenidos

Bienvenidos aquellos que saben valorar una sonrisa. Bienvenido los que saben sobrellevar con humor los problemas. Los que saludan por la calle. Los que saben disfrutar de un rato de charla.
Bienvenido los que saben dialogar y respetar al contrario. Bienvenidos los que defienden sus pensamiento, sus deseos y sus locuras siendo tolerantes.
Bienvenidos los que saben reirse de si mismo y los que saben encontrar algo positivo en un mal momento. Los que disfrutan del mar y de la cervecita, de la compañía de los amigos y de la libertad de ser cada uno diferente pero iguales.
Bienvenido al fín, todo aquel que sepa aprovechar el don de la vida.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Don Pimpón


Los profesores y los maestros cuando a estas alturas del año empezamos a vislumbrar en la televisión los anuncios del Corte Inglés de la vuelta al cole, se nos empieza a poner una cara un poco desencajada. A mi septiembre siempre me ha sentado fatal, por lo menos los primeros días del mes.


Llevo ya casi 20 años impartiendo clases, pero como la mayoría de este tiempo he sido interino, cuando llegaban los primeros días de este mes, la ansiedad y el desasosiego suelen acompañarme. Hasta aproximadamente, el día 7 u 8 del mes, no sé dónde voy a impartir clases. Lo mismo me toca al lado de donde vivo como que me manda al otro extremo de mi región. Y como comprenderán con esta duda no se puede dormir muy bien, por lo que implica buscar una nueva vivienda, conocer nuevos compañeros y cogerles el truquillo a los nuevos alumnos. Y eso que con el tiempo, la experiencia de años anteriores hace que cada vez te alteres menos. Claro que para mal trago, el que pasa el profe que aun no ha dado clase en su vida, en el primer día de experiencia como educador.

Yo tengo un amigo de aspecto bastante grueso, bajito y rechoncho. Su carácter no se podría decir que fuera el de un ser que soporta temporales, quizás su mejor cualidad es el alto sentido del humor que dota a todo sus actos. Y a falta de autoestima posee al menos recursos suficientes para superar los peores trances gracias a ese don que antes he nombrado.

Sería a finales de octubre de hace unos tres años, cuando la delegación de educación lo llamó para impartir clases en un centro de enseñanza de una población de la bahía gaditana. Sus gestos denotaban el temblor que le recorría por su cuerpo, pero la ilusión de poder trabajar por primera vez lo superaba. A las pocas horas de llamamiento, se dispuso a hacer las maletas para tomar el tren más veloz que le llevara a su destino.

Al día siguiente tras alojarse la noche anterior en un cochambroso hostal, se presento en el centro, lleno de optimismo y miedo. Tras dialogar con el jefe de estudio este le indicó que subiera inmediatamente a la clase que le correspondía, pues los alumnos llevaban ya varios días sin impartir su asignatura. Le sorprendió tanta prisa dada por su superior, pero no le quedo más remedio que asumir la orden. Tras indicarle el mandamás la dirección del aula, se dirigió a ella, no sin perderse varias veces por los retorcidos pasillos del instituto. En uno de estos espacios, se encontró a un pequeño grupo de alumnos con más ganas de guasa que de recibir clase. Como nuestro protagonista se encontraba perdido, sugirió a los alumnos que le indicaran la dirección correcta de la clase. Tras hacerlo estos, y él darle las gracias por las indicaciones, se dirigió raudo, mientras se subía los pantalones que se caían, hacia el lugar indicado. Antes de torcer totalmente hacia el siguiente pasillo, oyó como desde el grupo de chavales anteriores se expresaba de esta manera uno de los alumnos: ¡Oye! ¿Desde cuándo da clase aquí don Pimpón? .

La verdad es que nuestro amigo no le fue agradable oír esa expresión. ¿Pero que podía hacer sino seguir para delante? .Ya ajustaría cuentas en otro momento.

¡Por fin llego al aula!. La imagen era caótica desde la puerta . Entre veinte y treinta alumnos, de 13 a 14 años, saltando por lo alto de las mesas, tirando aviones de papel por la ventana y hasta un pobrecito chaval con la papelera de la clase en la cabeza, mientras otros le sacudían mamporrasos sobre esta. Nuestro amigo miró al techo, como pidiendo ayuda a Dios, se subió los pantalones y dando un enorme vocetón entro en la clase. Los alumnos ante esta inesperada manifestación de autoridad se quedaron paralizados, acoplándose poco a poco en su pupitre.

Tras estos momentos de tensión nuestro protagonista tomo asiento en su mesa de profesor y comenzó a pasar lista de la clase. Con los nervios los apellidos se le entremezclaban, no acertaba a decir correctamente sus nombres y hasta sintió sonrojó cuando tuvo que nombrar por dos veces el apellido Cabezón. ¿Se corresponderían los apellidos con el tamaño de su cabeza?. Se preguntaba nuestro amigo sin querer mirar apenas  a los renombrados alumnos.

La clase permanecía en silencio, más que por el temor engendrado por el nuevo profesor sino por la facultad de los alumnos de observar a este durante los primeros momentos. Parecía que por ahora la autoridad estaba ganada. Aunque el novato profe no dejaba de balancearse en el sillón en que se había sentado. Lo hizo con tanto ahínco e intensidad, que no tardó mucho en que nuestro personaje se encontró caído de espalda sobre el suelo y con sus piernas sobre la mesa, adoptando una postura totalmente ridícula. Fue tanta la sorpresa la que conmovió a los alumnos, que en vez de lanzarse plenamente a reírse por la situación, estos expresaron su asombro mediante unos rostros pálidos, insípidos y terriblemente sorprendidos. A todo esto nuestro personaje se preguntaba cómo salir de esta situación tan particular. Ni corto, ni perezoso se reincorporó y se alzo sobre el estrado con la mayor dignidad posible, exclamando una sorprendente e inaudita frase: ¡Bueno pues ya con este acto que suelo hacer al comienzo de mis clases, sabréis que siempre os podré sorprende, para lo bueno o para lo malo, yo soy vuestro profesor! ¡Espero que a partir de ahora nadie me reproche nada que yo no haya advertido!

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