bienvenidos

Bienvenidos aquellos que saben valorar una sonrisa. Bienvenido los que saben sobrellevar con humor los problemas. Los que saludan por la calle. Los que saben disfrutar de un rato de charla.
Bienvenido los que saben dialogar y respetar al contrario. Bienvenidos los que defienden sus pensamiento, sus deseos y sus locuras siendo tolerantes.
Bienvenidos los que saben reirse de si mismo y los que saben encontrar algo positivo en un mal momento. Los que disfrutan del mar y de la cervecita, de la compañía de los amigos y de la libertad de ser cada uno diferente pero iguales.
Bienvenido al fín, todo aquel que sepa aprovechar el don de la vida.
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martes, 18 de enero de 2011

Demasiado pelotilla

En esta vida los excesos se pagan. Algunas veces con tal de ser amables sobrepasamos nuestro afán y terminamos quedando fatal. Eso es lo que sucedió hace tiempo en el hospital de la Macarena, cuando tenía que ir todos los días al servició de rehabilitación.
Allí durante años tuve que acudir, por culpa del dichoso accidente que tuve en  brazo izquierdo. Solía ir antes de asistir a las clases en la facultad  de  Bellas Artes. Iba en concreto a la sección de terapia ocupacional, que básicamente consistía en proveerte masajes en la parte mas inmovilizada de tu cuerpo. Antes de esto tenía que meter la mano, en un barreño repleto de parafina derretida, y no veas lo que dolía aquello.
Imaginar que estáis viendo un desfile de semana santa y ponéis la mano para que algún nazareno os deposite algo de cera en ella. Pues bien si en vez de un solo nazareno con un solo cirio, fueran  unos 30. ¿Cómo os sentiríais? Pues esa experiencia la tuve que asumir yo todos los días durante unos 4 años.
De todas maneras, allí, en el hospital también viví momentos muy gratos, y sobre todo hice una gran amistad con mi terapeuta, la simpática y rubia enfermera madrileña, llamada Silvia.
Tras esta breve introducción quisiera relataros una de las anécdotas que me ocurrieron por aquel singular  lugar. Aunque Silvia era la que me daba los masajes, la responsable y máxima autoridad en aquellos locales  era una peculiar doctora, a la que yo no terminaba de entender del todo.
Un día, esta, se encontraba en el pasillo, tras terminar su consultar, jugando con un simpático niño de unos 2 años aproximadamente. Yo me acerque  para saludarla pues hacía tiempo que no la veía, y como últimamente entre ella y yo existía algo de aspereza intenté suavizarla. Para ello no se me ocurrió otra cosa que decirle que su nieto era muy gracioso y simpático. Cuando me refería a su nieto lo hacía indicando al niño con el que jugaba. Fue dicho esto, y reaccionar bruscamente contra mí. Me decía:” ¿Pero tu que te has creído, tan vieja no soy? Pero si es mi hijo”.
A mí lo único que se me ocurrió pensar es: ¡Tierra, trágame! Yo queriendo ser agradable y había provocado la ira en una de las cuestiones que mas molestaba a la doctora. Su edad y su estética. En el fondo creo que sentía algo de complejo por  verse algo gorda.
En fin que ese día me tuve que ir, como se dice, con la cabeza agachada y rabo entre las piernas.
Al día siguiente, volví a regresar al hospital, a la misma sección de terapia ocupacional, con tan mala suerte que me volví cruzar con la doctora. Me dirigí a ella para pedirle disculpas y ella las acepto de buen grado. Parecía que se encontraba de buen humor. Así que  me dije para mi mismo: “Este es el momento de ganármela por completo”. Y que mejor halago para una madre que exaltar las virtudes de sus hijos. Pues pensado esto, fue todo ponerme manos a la obra, y así comencé mi diálogo con la galena: “Hay que ver doctora que simpático es su hijo, y el buen colorcito que tiene, tan morenito, desde luego además de gracioso es muy guapo, no va serlo si tiene toda la carita de su madre”. Fue dicho esto y tornarse la mirada de la doctora en la de una vulgar asesina. Con voz rotunda me gritó: “Anda vete, vete ya, porque como te quedes aquí te voy a dar dos sopapos que te vas a enterar”. Y yo a la vez sorprendido e insistiendo: ¿Pero doctora porque se pone así? .Y ella aun con esa furia medio contenida me respondió.: ¿Qué porque me pongo así? Porque el niño es adoptado, so tarugo, y además es mulato.
Lo ven, lo que decía yo, un exceso aunque sea de azúcar siempre disgusta. Me lo tuve merecido por pelotilla, porque a mi ni el niño me parecía gracioso, ni guapo, ni na de na.

jueves, 10 de junio de 2010

el remate del tomate


Por fin me encontraba en una habitación. Estas, como casi toda de la seguridad social, estaban conformadas por tres camas y sus respectivos sillones para los acompañantes de lo enfermo. En la situada junto a la puerta de entrada se situaba un señor de mediana edad, en la del medio otro mucho más anciano y en la que estaba justo al lado de la ventana, yo con mis veinte años.
He de decir que desde que me operaron en mi antebrazo izquierdo tenía colocada una férula de escayola para inmovilizar esto. Solo permanecía libre de movimiento la mano.
Lo primero que hicieron las enfermeras fue atar con una venda mi brazo a un extenso tubo que colgaba de la cama. Para mi recuperación era necesario que tuviera el brazo extendido y en vertical.
Parecía que todo transcurría hacia la normalidad. Claro que si por normalidad incluimos la incomodidad, el desespero y el sufriendo físico que sufre el enfermo.
Cada uno recibíamos nuestras medicinas correspondientes. El que peor se encontraba era el señor mayor. Solía quejarse asiduamente de sus dolencias. El pobre señor apenas hablaba.
El primer incidente ocurrió cuando al administrarme la medicina correspondiente, en vez de entregarme las que me pertenecían me suministraron las del enfermo cercano.
Yo continuaba con mi brazo extendido y ya empieza a notar que no evolucionaba todo como debía de ser correcto. Mi mano izquierda iba tomando un color demasiado poco acostumbrado. Del rosa pálido se iba convirtiendo en un tenue morado.
La venda con el paso de los días se había transformado en una fiel cuerda que iba cortando el paso de la sangre hacia mi mano.
Viendo la situación yo mismo y ayudado por mi madre la corté. Tras esto descubrí como se había marcado una profunda señal en el principio de mi mano provocada por la venda.
Lo médicos seguían insistiéndome en que moviera los dedos de la mano dañada. Pero cada vez que lo hacia la sorpresa y el estupor se apoderaban de mi. Ya no parecían dedos humanos, sino metálicos. Apenas se podían mover. Se habían quedado oxidados igual que las bisagras de una puerta. Y en vez de poseer unos dedos humanos ahora sentía como si estos fueran los de Mazinger Z.
La impresión que me llevaba cada vez que ejercía el intento de moverlos era desilucionantes y extraña.
Ya llevaba unos diez días de la habitación, y hasta ahora no había sentido muchos deseos de levantarme de la cama. Pero hoy había amanecido con mayor ánimo, a pesar de que continuaban las sorprendentes reacciones de mis extremidades. Fui visitado, por la nombrada amiga que me acompañó durante la feria y eso me infligió fuerzas para dar un pequeño paseo por los pasillos del hospital.
Tras llegar al corredor principal donde se unen varias alas del edificio, mi amiga me invitó a un cigarrillo. Ya hacía bastantes días que no fumaba, y aunque no me apetecía en demasía, acepte la invitación. Mi madre, al poco rato, también se acerco a charlar con nosotros.
Mientras estábamos los tres reunidos en una animada conversación, oímos como desde el ala el hospital donde me encontraban, requerían la presencia del algún familiar mió. Al momento mi madre se ofreció voluntaria a acudir. Mi amiga y yo continuamos nuestra animada conversación.
Al cabo de pocos minutos mi madre apareció en el lugar donde nos encontrábamos con la cara descompuesta, el semblante triste y alterado. Le pregunté que le ocurría y ella contesto muy nerviosa que la habían solicitado para comunicarle el resultado de unos análisis que me habían hecho. Y que estos afirmaban que yo tenía leucemia.
Pues con esta noticia ya se pueden imaginar las fatiguitas que me entraron por el cuerpo. El cigarro fue despedido con ímpetu hacía una las paredes del lugar, y los tres presentes nos quedamos muy sorprendidos y alterados.
Fueron pocos minutos los que permanecimos en este estado de shock, pues al poco rato volvieron a requerir a mi madre en el mismo lugar que antes.
En dos minutos volvió hacia el lugar donde me encontraba. Esta vez con la cara mucho más alegre y serena.
Me comunicó al instante, que el informe de los resultados anteriores no correspondía a mí, sino a otro paciente. Y que lamentaban profundadamente haberse equivocado.
A mi no me quedo nada mas que exclamar: “Estos no me quieren curar. Lo que quieren es rematarme”.
Viendo que mi estado no mejoraba, y que quizás requería mayor tranquilidad, a los pocos días me dieron de alta en hospital. Tendría que regresar en unas semanas para una nueva consulta. Pero esos ya son otras historias, que contaré mas adelante.

sábado, 5 de junio de 2010

¿Mortajas o mantones de Manila?


Tras comprobar los médicos que mi recuperación no era satisfactoria decidieron buscarme una cama en la planta de traumatología del hospital. Ya al tercer día de permanecer en el pasillo de urgencias mi tensión no daba para más. Pero antes del traslado definitivo me llevaron a otra sala, donde se encontraban los enfermos aún en peores condiciones. Allí había varios pacientes, todos ellos acompañados de tubos de respiración asistida. Ahora si que su quejar era terriblemente lastimosa. Estos condicionantes iniciaron empeorar mi situación anímica.
Recuerdos que estos momentos los médicos se permitieron la licencia de que mis compañeros de facultad me visitaran. Los pobres aparecieron con una estupenda caja de bombones. Yo en otra ocasión los hubiera devorarlos, pero en ese instante no tenía ganas ni de probarlos.
Viendo que mis nervios ganaban la batalla, decidieron aplicarme otro relajante muscular, esta vez, aún más fuerte que los anteriores. Gracias a este quede sumido en un profundo sueño.
Cuando desperté ya no me encontraba en el mismo lugar, sino en uno, que en principio me pareció terrorífico. Fue abrir los ojos y lo primero que leí, justamente enfrente de mí, fue el rótulo de Tanatorio. Me vi. solo, sobre una camilla y en la misma puerta del nombrado lugar. Después de tantos incidentes extraños y tantos despropósitos, pensé en un breve momento, que yo me habían dado por muerto y me trasladaban aquel negro lugar.
Grite como puede, intenté bajarme de la camilla. Cuando de pronto apareció un enfermero que intento calmarme mientras me volvía a colocar sobre mi persistente camastro. Intentó explicarme que me había colocado en puerta del tanatorio, porque al lado de esta se encontraba el ascensor , que serviría para llevarme a planta, y antes de entrar debíamos dejar salir a otra camilla. Como la aclaración me pareció convincente, mi estado de ánimo volvió a un momento mas calmado.
Tras subirme en el ascensor, por fin llegamos a la planta de traumatología. Pero aún no podía ocupar una habitación. Tenía que esperar que le dieran el alta a algún enfermo para que yo ocupara su lugar. Fueron otras siete u ocho horas que me llevé en un nuevo pasillo, esta vez este mas tranquilo y menos transitado. Lo peor de todo es que me situaron al lado de la habitación donde se guardaba la ropa de cama de la planta, sábanas, almohadones, etc. Con la puerta abierta de este cuarto yo veía desde el pasillo todos estos enseres. Pero para mala suerte la mía, el estante que quedaba mas directo a mi vista era donde estaban colocadas las mortajas. Después de todo lo pasado esa visión no era la más agradable. La mente contaba y recontaba el número de mortaja que se encontraban en el estante y no paraba de imaginar quienes podrían ser sus dueños.
Por fin después de varias horas se acercó a una agradable enfermera a preguntarme que como me encontraba. Yo le contesté: “Bien, mucho mejor. Pero aun mejor estaría si cambiarais las mortajas por mantones de Manila”.

miércoles, 2 de junio de 2010

Una eternidad en el pasillo de urgencias


Como comentaba en el anterior relato en una mala tarde me partí el cubito y el radio de mi antebrazo izquierdo. Algo importante, que fuera el izquierdo pues soy diestro y además estudiaba Bellas Artes.
Evidentemente fui a los servicios de urgencias de mi pueblo, estos sin demasiada demora me enviaron a los de un hospital sevillano de la seguridad social.
Serían alrededor de la 11 de la noche cuando al llegar a aquel lugar me sentaron en una silla de ruedas, y me llevaron junto a dos personas más en la misma situación, a varias dependencias del hospital para hacerme radiografías. Una de las personas era una señora mayor que se quejaba lastimosamente, la otra, un fornido guardia civil que se había caído esa misma tarde de un burro. Serían alrededor de la una de la madrugada, cuando todavía desfilaba la peculiar comitiva por el hospital.
Los médicos tras inspeccionar mis radiografías decidieron que en las próximas horas tendrían que operarme. A mi no me pareció ni bien ni mal, solo recuerdo que pensé que viviría una nueva experiencia. Sería la primera vez en mi vida que entraría en un quirófano. Por lo que decidí que estaría atento por descubrí como sería aquello.
Sobre las 8 de la mañana me trasladaron al lugar de la operación. Poco pude ver, algunos médicos y enfermera con sus batas verdes y unos enormes focos que iluminaban la mesa de operaciones. Antes de intentar descubrir alguna cosa más ya estaba dormido por el efecto de la anestesia.
Lo primero que recuerdo tras recuperarme de la operación y de la anestesia fue un intenso olor a sopa. Supongo que sería sobre el medio día. Y aunque con la sopa soy bastante parecido a Mafalda, aquel olor me pareció sublime. Claro está, que llevaba sin comer desde el mediodía del anterior día.
A pesar del mareo que aún me provocaba la anestesia, hice un intento de apropiarme de un plato de sopa. Una enfermera me tuvo que recomponer en mi camilla, advirtiéndome que no me moviera y que por ahora nada de comer.
Pasaron los minutos, e incluso hasta una hora entera, cuando ya pude almorzar, y por fin pude probar el mejor plato de sopa que saboreé en mi vida.
Tras salir de la sala de recuperación, tras el despertamiento, que es así como se llama, pues lo acabo de buscar en el Google... Ante la carencia de camas en las diferentes plantas del hospital, me dejaron desnudo y en una camilla, en un pasillo. ¡Y allí, y allí, empezó mi desgracia!
Tras los primeros momento no lograba yo localizarme. ¿Dónde me encontraba? ¿Qué era aquel transcurrir de tantos médicos, enfermeras y enfermos ante mis narices? ¿Qué eran aquellos numerosos gemidos de dolor que escuchaba a mí alrededor?
Poco a poco fui consciente del lugar en que encontraba, el pasillo de la sala de urgencia de un enorme hospital. De pronto, delante de mí marchó una estridente procesión. Varios enfermeros rodeaban a una camilla donde un hombre de mediana edad intentaba luchar por su vida. Este aparecía cubierto de numerosas heridas. La camilla fue introducida a gran velocidad en una sala continua. Fueron pocos minutos los que tardaron en salir de aquel lugar dos compungidas enfermeras. Comentaban entre sí, que el personaje anterior correspondía a un albañil que se había caído del andamio, y que acababa de fallecer. A mi esa noticia me impacto, y me hizo ser consciente que en el lugar donde me encontraba no era agradable.
Al poco rato un enfermero en el mismo pasillo preguntaba a gritos que quien se había llevado el reloj del albañil. Un caos, un caos presente delante mía.
A partir de esos momentos los nervios se fueron apoderando de mi cuerpo. Y este reaccionaba pegando patadas a las sábanas con ambas piernas. Era un tic, que me sobrevino y que no podía evitar.
Tras un día entero en el pasillo, había visto ya varios casos parecidos. Los médicos se me acercaban cada cierto tiempo y que me indicaban que moviera los dedos de la mano operada. Yo en ese momento de lo único que tenía ganas es de salir corriendo, lo mas lejos de aquel caótico lugar.
Como continuaba con los tic en mis piernas, cada cierto tiempo las enfermeras me aplicaban un relajante muscular.
Así me llevé tres día y tres noches en aquel lugar: Por las noche casi no podía dormir pues dejaban la luz encendida del pasillo. Mi camilla se encontraba justamente al lado del puesto donde pasaban la guardia los asistentes del hospital. Estos, a veces, llevados por el aburrimiento, se dedicaban a contar anécdotas divertidas y algún que otro chiste. Yo, la verdad, no estaba para mucho humor.
Llevaba ya tres días y tres noches en aquel lugar, además no dejaban que se acercara ningún pariente a hacerte compañía.
El clímax de toda esta aventura subió por entero al día siguiente. Yo me encontraba en mi abandonada camilla cuando una señora de una mediana edad se abalanzó sobre mí. El enfermero intentó detenerla, pero ya había llegado a mi altura. Me miró fijamente y con una desesperada voz, me gritó: ¡Yo estaba muerta, yo estaba muerta! Pero se me apareció San Pancracio y me dio con el cajón de la mesilla de noche en la cabeza y resucité.
Tras esta nueva y surrealista experiencia, y tras el pronunciado tic en las piernas que me produjo los médicos decidieron que a las pocas horas me tendría que trasladar a planta, pues la recuperación más que ser tal se estaba convirtiendo en una masacre.
En los próximos capítulos seguiré comentando esta “original” peripecia.

Dibuja con perspectiva

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