La casa de la tía Adriana lindaba con la mía. Ambas compartían un mismo y enorme portal, conformado por cuatro azuladas puertas. La llave de él se extendía al menos 15 cm de larga, y estaba herrada en pesado metal. Era imposible llevarla en un bolsillo.
Cuando la tía Adriana se marchó a vivir en otro lugar, mi familia se hizo cargo de la casa. Una vivienda con amplios salones, paredes gruesas y altas vigas de madera. A partir de entonces esa vivienda fue el lugar de juegos para los chiquillos de la familia.
Consuelo era una amiga de mi hermana a la que siempre invadía la curiosidad. Un día la invitamos a la casa de la tía Adriana a jugar con mi hermana y conmigo. Como era tan inquieta y curiosa lo primero que ideó fue registrar toda la casa, desde los más amplios armarios o los rincones más escondidos. Lo primero que se encontró fue una extensa tira de tela de color rosado, parecida a las que llevan las modelos en el concurso de misses. No se le ocurrió otra cosa que colgársela sobre sus hombros. Pero cuál sería su sorpresa al comprobar la inscripción de la cinta. En ella se podía leer en letras doradas:”Descanse en paz”.
Al leer aquello se dio cuenta, que la llamativa colgadura no formaba parte de ningún feliz experimento, sino que eran los restos de una corona de difunto que habían allí olvidado los antiguos inquilinos. Inmediatamente soltó su original aderezo mientras que repetidamente se santiguaba.
La casa de la tía Adriana era misteriosa, como si en ella habitaran oscuros seres fantasmales. Un día registrando entre sus armarios nos encontramos decenas de figuritas de santos, fabricados en escayolas. Todos ellos aparecían mutilados en algunas de sus partes. La imagen que se nos apareció antes nuestros infantiles ojos era aterradora. En el mismo momento en que descubríamos este misterioso rincón, la luz de la habitación se oscureció, creando más penumbra que claridad. Imagínense, estimado lector, a cinco chiquillos salir despavoridos hacía la puerta de la vivienda, mientras gritaban absurdas palabras. Desde entonces aquel lugar de la casa evitábamos visitarlo.
También nos imponía un viejo cuadro del Padre Damián que colgaba éntrelas paredes de su pasillo. Su mirada triste e inquisidora nos provocaba algo más que devoción .Cada vez que queríamos asustar a otro chavalito, llevábamos a este delante del evocador cuadro , mientras les susurrábamos al oído con voz temblorosa :“Que viene el padre Damián”. Y el infante ponía pie en polvorosa.
A pesar de todo, la casa de la tía Adriana nos dio muy bellos y buenos momentos. Sus salones lo transformamos en pista de baloncesto, salón de cine y hasta sala de mil y un juego. Montamos allí el belén y celebramos decenas de cumpleaños .Aunque de vez en cuando y sobre todo cuando te encontrabas solo, sentía como si alguien te vigilara, como si un extraño ser te acompañara en tus juegos. Y en ese momento, devorado por el pavor, no te quedaba otra cosa, que salir corriendo, cerrar la puerta con un buen portazo, dar una, dos y hasta tres vueltas a la cerradura y esperar unos días para olvidarte de la extraña presunción para retornar allí para seguir jugando.
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