En mis primeros años de EGB, el sábado por la mañana teníamos que ir a clase. He de reconocer que no se hacía gran cosa. Se leía un trozo del evangelio e inspirado en esto deberíamos realizar un dibujo.
La religión y el temor a Dios impregnaba cada minuto de la escuela. El lunes el maestro se dedicaba a averiguar que alumno había ido a misa el fin de semana pasado. Y como un fiel interrogador de las SS, iba preguntado alumno por alumno si habían asistido. Si alguno de estos mentía siempre había otro que lo delataba. Como verán existía un perfecto sistema de vigilancia en torno a la vida de unos pequeños críos.
A todo esto, me acuerdo una anécdota que me contó hace poco mi tío Adriano. Relataba que cuando era pequeño una tía suya le daba unas monedas si asistía a misa el domingo. Para averiguar si este había acudido le preguntaba de qué color llevaba el traje el cura en esa jornada. Como mi tío era más amante de calle y del viento libre que del olor a incienso, mi pariente le daba a otros niños alguna de las monedas para que le describiera como iba caracterizado el sacerdote y el dedicaba podría dedicar aquel tiempo a sus correrías de niños.
Como verán existía un espléndido sistema de coacción. Además gracias a esto, por lo menos en el caso de mi tío, se aprendía desde muy pronto a calcular el valor del dinero y también de la libertad.
Yo reconozco que en aquel tiempo en la escuela pasaba miedo en las aulas. Miedo a la palmeta de madera con que nos atizaba el maestro si no nos sabíamos la tabla del 8, a los tirones de oreja de este .Miedo a no saber ponerte en la fila del recreo adecuadamente mientras cantabas el himno de España con el brazo en alto. Miedo a las historias de la vida de los santos que nos relataban. Pánico hacia un Dios revanchista y obsesivo con las debilidades de los humanos.
Tanto miedo tenía que un día de estos uno de los maestro nos repartió unos libros de lecturas que pertenecían al colegio. Esto debíamos leerlos en clase durante varios minutos y devolverlos de nuevo a la estantería. Pues bien, aquel día me encontraba leyendo uno de esos cuentos tan impregnado de religiosidad, cuando de pronto me sobrevino una tremenda vomitona. Sin tiempo para reaccionar, vi como todos los restos de mi comida del medio día se depositaban sobre las páginas del libro.
Afortunadamente no me vio ningún otro compañero. Tanto miedo tenía al maestro que fui incapaz de comunicarle el suceso al enseñante.
Ya me imaginaba el terrible castigo que me caería por haber cometido este acto involuntario. Así que ni corto ni perezoso cerré el libro con la carga de mis restos de comida incluida, y lo deposité en la estantería.
A los pocos días de aquel suceso volvimos a la lectura. El maestro repartió de nuevos los libros. Y a aquel compañero que le tocó el libro que días anteriores yo había usado, pensó que dentro de él lo que contenía eran restos de flores secas.
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